OPINIÓN.
En
la ciudad en la que vivo, igual que en el resto del orbe cristiano, ya soplan
aires navideños, una pacífica turbulencia festiva que muchos esperan con renovada
ilusión para hacer piña familiar, frente a los que huyen de ella como de la
peste y aprovechan para perderse en cualquier rincón del ancho mundo. Tan
milenaria tradición, que los comerciantes esperan con ansiedad para hacer caja,
cada vez se asemeja más a una religión laica en la que prevalece el culto al
dios consumo. Mi amigo (“El Cínico”) me confiesa que siempre que entra en una
gran superficie comercial, se imagina “dentro de una gran catedral pagana, en la
que el ‘feligrés’ de turno puede elegir entre toda una variada oferta de inútiles
tentaciones materiales”.
Cuando
completaba el primer párrafo de esta crónica, me venía a la memoria la
entrevista que, en vísperas navideñas del
año 2006, tuve el privilegio de hacerle al Premio Nobel de Literatura, José
Saramago. A través de la sosegada conversación que, a la sazón, mantuve con él
en el barcelonés centro cultural del Círculo de Lectores, se deslizó su
comprometido mensaje ético de denuncia
de la orgía consumista de los países ricos, en contraposición con las
injusticias y los desequilibrios sociales que aquejan a una inmensa mayoría de
la humanidad. En su demoledor
diagnóstico de entonces, el desaparecido escritor portugués no disimuló su
proverbial pesimismo de que las cosas puedan arreglarse algún día.
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