lunes, 22 de septiembre de 2014

Los ricos también lloran, pero menos que los pobres

 OPINIÓN.
A mi tío Segundo lo enterraron en mi villa natal (Xinzo de Limia) hace ya bastantes años. Fue un entierro a la antigua usanza, con un montón de curas -antiguos compañeros suyos de seminario-, que no pararon de cantar responsos en latín mientras conducían el féretro a hombros hasta el campo santo. Pero lo que más me impresionó de aquel cortejo fúnebre, fue el coro de enlutadas plañideras que lloraban desconsoladas detrás del ataúd. “¡Ay, don Segundo, qué bueno era!, recitaban, igual que en la película “Zorba el Griego”. Pero mi tío nunca llegaría a cantar misa, ya que después de la Guerra Civil decidió alistarse en la División Azul y, como sabía latín, pronto ascendió a oficial y, años más tarde, se iría a vivir a Vigo (muy cerca de Balaidos), en compañía de su mujer, Teresa.
En el posterior almuerzo que mis familiares del ‘Hostal Avenida’ ofrecieron a los que habíamos venido de afuera, aconteció que mi hermano y yo compartimos mesa con los que cantaban los responsos. Durante una buena parte del ágape, que fue muy parecido al de una boda, se mantuvo un silencio sepulcral (nunca mejor dicho), hasta que a un servidor se le ocurrió soltar la boutade de que ahora entendía el dicho de “oveja que bala, bocado que pierde”. Todos rieron de buena gana mi irreverente ocurrencia sin dejar de mascar la comida. “Sí, sí, somos os sobriños de Barcelona do finado”, fue la siguiente frase que pronuncié y que sirvió para que todos nos soltáramos un poco la lengua.
Plañideras y responsos al margen, lo cierto es que antes el pueblo llano solía llorar más en los entierros, aunque también había quien hipócritamente soltaba lágrimas de cocodrilo para disimular la alegría de percibir una pingüe herencia a costa del muerto. Sin embargo, he llegado a la conclusión de que los ricos han aprendido a reprimir públicamente la pena, porque así se lo han enseñado en el seno familiar. En las recientes honras fúnebres de los presidentes del Banco de Santander y de El Corte Inglés, Emilio Botín e Isidoro Álvarez, respectivamente, las lágrimas brillaron por su ausencia. Es evidente que los ricos también lloran, pero mucho menos que los pobres que no tienen donde caerse muertos.
Y para reforzar esta afirmación, acabo de leer en la prensa la siguiente noticia: “En 2050 habremos vencido la enfermedad y la vejez, así que los ricos podrán vivir indefinidamente y los pobres seguirán muriendo como siempre, pero se entretendrán con drogas y juegos”. Quien ha lanzado esta terrorífica premonición a través de la Agencia Efe, se llama Yuval Noah Harari, profesor de historia de la Universidad de Jerusalén. Queda claro, pues, que los pobres seguirán derramando lágrimas a porrillo, mientras que los ricos se podrán permitir el lujo de vivir eternamente y de controlar su llanto y solo les será permitido llorar en la más estricta intimidad, convencidos de que llorar delante de la gente es una solemne vulgaridad. 
Manuel Dobaño (Periodista). Puede leer también este artículo en El Prat al día.

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