OPINIÓN.
A mi tío Segundo lo enterraron en mi villa natal (Xinzo de
Limia) hace ya bastantes años. Fue un entierro a la antigua usanza, con un
montón de curas -antiguos compañeros suyos de seminario-, que no pararon de
cantar responsos en latín mientras conducían el féretro a hombros hasta el
campo santo. Pero lo que más me impresionó de aquel cortejo fúnebre, fue el
coro de enlutadas plañideras que lloraban desconsoladas detrás del ataúd. “¡Ay,
don Segundo, qué bueno era!, recitaban, igual que en la película “Zorba el
Griego”. Pero mi tío nunca llegaría a cantar misa, ya que después de la Guerra
Civil decidió alistarse en la División Azul y, como sabía latín, pronto
ascendió a oficial y, años más tarde, se iría a vivir a Vigo (muy cerca de Balaidos),
en compañía de su mujer, Teresa.
En el posterior almuerzo que mis familiares del ‘Hostal
Avenida’ ofrecieron a los que habíamos venido de afuera, aconteció que mi
hermano y yo compartimos mesa con los que cantaban los responsos. Durante una
buena parte del ágape, que fue muy parecido al de una boda, se mantuvo un
silencio sepulcral (nunca mejor dicho), hasta que a un servidor se le ocurrió
soltar la boutade de que ahora entendía el dicho de “oveja que bala, bocado que
pierde”. Todos rieron de buena gana mi irreverente ocurrencia sin dejar de mascar
la comida. “Sí, sí, somos os sobriños de Barcelona do finado”, fue la siguiente
frase que pronuncié y que sirvió para que todos nos soltáramos un poco la
lengua.
Plañideras y responsos al margen, lo cierto es que antes el
pueblo llano solía llorar más en los entierros, aunque también había quien hipócritamente
soltaba lágrimas de cocodrilo para disimular la alegría de percibir una pingüe
herencia a costa del muerto. Sin embargo, he llegado a la conclusión de que los
ricos han aprendido a reprimir públicamente la pena, porque así se lo han enseñado
en el seno familiar. En las recientes honras fúnebres de los presidentes del
Banco de Santander y de El Corte Inglés, Emilio Botín e Isidoro Álvarez,
respectivamente, las lágrimas brillaron por su ausencia. Es evidente que los
ricos también lloran, pero mucho menos que los pobres que no tienen donde
caerse muertos.
Y para reforzar esta afirmación, acabo de leer en la prensa la
siguiente noticia: “En 2050 habremos vencido la enfermedad y la vejez, así que
los ricos podrán vivir indefinidamente y los pobres seguirán muriendo como
siempre, pero se entretendrán con drogas y juegos”. Quien ha lanzado esta
terrorífica premonición a través de la Agencia Efe, se llama Yuval Noah Harari,
profesor de historia de la Universidad de Jerusalén. Queda claro, pues, que los
pobres seguirán derramando lágrimas a porrillo, mientras que los ricos se
podrán permitir el lujo de vivir eternamente y de controlar su llanto y solo
les será permitido llorar en la más estricta intimidad, convencidos de que
llorar delante de la gente es una solemne vulgaridad.
Manuel Dobaño (Periodista). Puede leer también este artículo en El Prat al día.
Manuel Dobaño (Periodista). Puede leer también este artículo en El Prat al día.
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